06 July 2009

El Jardín de las Delicias by Carlos Be






El Jardín de las Delicias

by Carlos Be

Me retiré de la partida al descubrir las primeras canas alrededor de mis pezones. Acabé de abotonarme la camisa, le di la espalda al espejo y salí de la habitación. El amasijo de cuerpos desnudos tiritaba sobre la cama. Sólo una mano abierta me pidió, en silencio, volver con ellos, pero el gesto se fundió enseguida en aquel tumulto de carne. El conserje del hotel no medió palabra conmigo y, con la maleta bajo el brazo, abandoné Milán.

En Nueva York la vida de las aceras se convierte en un atentado continuo a la intimidad. Nada se resiste al embate de la marabunta e incluso la razón de ser se extravía, sobre todo por las noches. Los hombres perdidos recorren laberintos oscuros y se acompañan entre sí hasta que la razón regresa a casa de madrugada, por su propio pie, y les sorprende balanceándose entre las sábanas, grita y les separa.

Como latino, el calor –y el sudor– aúlla por mi sangre. Con veinticinco años, ya sabía devastar esperanzas con un simple desprecio de ojos y no creía en la pareja tradicional, menos aún en la Polla Universal. Y quería entrar en DTdL. Se lo consulté a mi novio de entonces, Adam, y estuvo de acuerdo. ¿Por qué no?, me dijo. Se iniciaba la partida.

Contacté con DTdL a través de un foro en Yahoo! Groups. DTdL es el acrónimo de la organización De Tuin der Lusten. Celebran cuatro convenciones al año, siempre en una ciudad europea distinta. Recuerdo parte del proceso de admisión, algunas de las pruebas. Te citan en una cafetería y el Funcionario –así se presenta– extiende sobre de la mesa una hoja con una silueta humana pintada y pide que la completes. Si comienzas por los ojos, eres un tipo listo. Si por el cabello, narcisista. Si te entretienes en los dedos, falto de afecto... Recuerdo que en el antebrazo de la figura quise dibujar un viaje, no sé por qué, qué ocurrencia, pero no supe cómo trazar algo tan abstracto y me bloqueé. Y la salva de preguntas: cinco rasgos que te gusten en un hombre, y cinco ademanes. Mis respuestas: Los ojos claros, la frente franjada de arrugas, la mano en reposo entre los muslos abiertos... Adam hacía lo mismo en otra cafetería a trescientos kilómetros de allí. Los dos Funcionarios lo anotaron todo en sus cuadernos con tapas azul marino y antes de despedirse, dijeron que en breve nos informarían del resultado y así fue. La carta llegó un domingo de noviembre. En su interior, el sexport y un par de billetes para Luxemburgo. Ninguno de los dos estábamos preparados para aquella convención. Aún no lo sabíamos, pero DTdL superaría nuestras expectativas. Aún me estremezco cuando recuerdo la última vez que vi a Adam, su expresión, su intimidad convertida en carnaza de las hienas. Volamos juntos a Luxemburgo y allí le perdí. Regresé solo a Nueva York.

Después de aquella convención, se sucedieron otras. Yo mismo hozaría en muchos costillares, sin saber que cualquier juego acota la búsqueda, es decir, la vida. DTdL se nutre del hambre por las emociones fuera de serie y explota la privacidad, desdeñando las aduanas de la comunicación. Ofrece el exceso al borde del precipicio y promete la doma de todos los deseos imaginables. Tardé en comprender que a nadie le interesa que sepas lo que quieres: te imponen lo que otros quieren... y es tanto. Se trata de ganar o perder y, mientras tanto, una DtDL sin fin te va robando. Y te roba mucho. Te roba incluso el tiempo. Las canas alrededor de mis pezones en Milán. Me sentí embaucado.

Ahora, de vuelta a Nueva York, escribo a la velocidad del guepardo. Quiero expiar, olvidar. Mi único amigo se llama Roger y es heterosexual pasivo. Uno de los pocos hombres que ha sabido superar tanto prejuicio, tanto rol adquirido. Al principio le costaba mucho encontrar novias activas, hasta que decidió abrir una tienda de consoladores cerca de mi calle y desde entonces, liga todo lo que quiere y más. Algún día el mundo entenderá que la mejor opción es el empate.

He dicho que no creo en la pareja convencional, pero ello no me impide amar. Al menos desde hace cinco años. Se llama Charles. Le conocí un día que llovía torrencialmente. Yo esperaba bajo la marquesina de la tienda de Roger cuando un desconocido se refugió a mi lado. Su mirada cruzó la calle inundada. Me ofrecí a acompañarle con el paraguas hasta la otra acera y ya no pude separarme de él. Aquella noche sus ojos azules brillaron como los últimos ojos azules del mundo y descubrí que la bondad con la felicidad suman la belleza, sin más.

Mis dedos se entretenían con la luna tatuada en su antebrazo. Nuestros sexos bendecidos sonreían, aún húmedos. Fueron unas primeras horas muy intensas. Le confesé que, como latino, muchas veces me había sentido marginado. Lloré en sus brazos como no hacía desde Adam. No importa el color, sino su pureza, me susurró Charles y yo, que siempre me había creído el niño cojo de Hamelin, de repente brinqué y descubrí que todo lo que tenía que decir estaba dentro de mí, no afuera.

Desde hace cinco años en mi jardín particular crece el hombre de mis amores. Es complicado contarlo con palabras, pero a veces veo a través de su mirada y me sobrecojo. Es el amor, dice Charles. No me gusta ese término: prefiero emocionarme al ver una mimosa en flor y descubrirme pensando en él. El amor es un jardín que hay que cuidar, dice. El empate. Y el jardín nos sobrevivirá, dice, es nuestra obra. Cuidémosla hasta el final.


http://www.carlosbe.blogspot.com

Photo by Jonny Rueda-Gualdron

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